Actividad Nº 5
Buenas tardes. Siempre teniendo presente las dificultades del momento actual, les acerco un nuevo cuento para analizar y reflexionar.
En esta oportunidad vamos a trabajar con un relato que nos interroga acerca de nuestro presente aunque fue escrito en el año 1951. Es de un autor llamado Ray Bradbury, quien tenía la costumbre de salir a pasear de noche cuando un coche de policía se detuvo para interrogarle y esto dio pie a que escribiera «El peatón». Cómo ya dijimos la historia fue escrita en 1951 y Bradbury la sitúa en el futuro (2052). Al final del cuento hay algunas actividades y fundamentalmente me interesa la reflexión sobre en qué medida ese mundo imaginado por el autor se parece al nuestro.
Por otro lado recuerden que aún sigo recibiendo trabajos anteriores y que pueden consultarme sobre cualquier dificultad.
Saludos
Darío González
Actividad
Nº 5 EL PEATÓN – de Ray Badbury
Entrar en aquel silencio que era
la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de
cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos,
a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se
detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la
luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no
importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si
estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él
formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y
kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas
oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles
resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos
repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de
un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos
murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una
ventana.
El señor Leonard Mead se detenía,
estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas
resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines
para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías,
acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se
encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante
el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de
noviembre.
En esta noche particular, el
señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había
una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus
pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y
salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba
satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y
silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente
una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros
faroles, oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les
murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta noche en el
canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys ?
¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La
calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la
sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto,
inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona,
invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra
compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué
pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y
media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas?
¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que
venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió
su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El
cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de
caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a
otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de
tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían
allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches
escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros,
exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en
una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle
lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche
solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono
de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla
nocturna, atontado por la luz.
Una
voz metálica llamó:
—Quieto.
¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead
se detuvo.
—¡Arriba
las manos!
—Pero…
—dijo Mead.
—¡Arriba
las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero
qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo
había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la
elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El
crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche
solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su
nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del
reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard
Mead —dijo.
—¡Más
alto!
—¡Leonard
Mead!
—¿Ocupación
o profesión?
—Imagino
que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin
profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La
luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una
aguja.
—Sí,
puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya
no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó,
continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la
televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les
rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
—Sin
profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando
—dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo
caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando,
sólo caminando, caminando?
—Sí,
señor.
—¿Caminando
hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando
para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su
dirección!
—Calle
Saint James, once, sur.
—¿Hay
aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y
tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se
oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es
usted casado, señor Mead?
—No.
—No
es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. La luna estaba
alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie
me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No
hable si no le preguntan!
Leonard
Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo
caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero
no ha dicho para qué.
—Lo
he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha
hecho esto a menudo?
—Todas
las noches durante años.
El
coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que
zumbaba débilmente.
—Bueno,
señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso
es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí
—dijo la voz—. Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela
trasera del coche se abrió de par en par—. Entre.
—Un
minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor
Mead…
Mead entró como un hombre que de
pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del
coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero,
nadie en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y
miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura
con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No
había allí nada blando.
—Si
tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro—. Pero…
—¿Hacia
dónde me llevan?
El
coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte
algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos
eléctricos.
—Al
Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead
entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las
avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una
calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en
todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla,
rectangular y cálida en la fría oscuridad.
—Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces
secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las
aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro
movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.
Literatura
Trabajo práctico 5 sobre
“El peatón” de Ray Bradbury
1. ¿Por qué se compara a la
ciudad con un cementerio?
2. ¿Es un relato pesimista u
optimista? Justifique su respuesta.
3. Explique con sus palabras
por qué se llevan preso al señor Mead.
4. ¿Por qué el crimen
disminuía cada vez más?
5. ¿Encuentra relaciones
entre esta historia y nuestro mundo actual? ¿Por qué? Desarrolle.
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